Hace siete años me mataron por un enredo de faldas y aún no sé a ciencia cierta si ese fue un buen motivo para morir. Lo indudable es que al autor de mi muerte le sobraban razones de peso, aunque no le asistía el derecho de hacerlo. Nadie es dueño de la vida, sólo la muerte. Ésta es mi actual filosofía desde el más acá.
Por si usted no sabe quién soy yo, ya mismo se lo voy a decir. Soy Ismael Robles Cuesta y me he convertido en uno más de los finados que tiene la potestad de recordar y analizar su vida pasada y cómo sucedió su extraño deceso. No sé para qué me pueda servir eso ahora, sin embargo lo de averiguar los cómos y los porqués fue una gran manía que me quedó de cuando profesaba el oficio de estar vivo.
Reiteradamente les cuento a mis compadres de panteón, más como un chiste que como la gran verdad que es, que a mí me asesinaron por un jabón chiquito, de esos de olor escandaloso y de reputación tan cuestionada, los que dotan junto al rollo de papel higiénico y la toalla en las residencias de paso, aquellas de los furtivos, secretos e infieles encuentros amorosos.
Todo sucedió un 24 de Octubre (hoy estuviera cumpliendo 44 años de edad) y había entrado al templo del placer La Gran Mansión con Jennifer Sánchez, la niña más hermosa de Santa Tarazona del Coco, un caluroso pueblo del Bajo Cauca antioqueño que me tenía subyugado desde que llegué allí por negocios personales. Mi esposa vivía en La Doncella, un pueblo muy cercano al Gran Cañón de Iglesias donde levantábamos una numerosa familia y aún no se acostumbraba a mis aventuras de don juan empedernido, muy a pesar que también le sobraban razones y demostraciones del profundo amor que yo le profesaba a ella y a los niños.
Cuando conocí a la "Santita", como picarescamente se me antojó de llamar desde entonces a mi nueva novia, recién había entregado su honra a un poderoso hacendado del pueblo donde estábamos viviendo, obligada por las afugias de miseria de su madre interesada. En realidad, apenas la vi su belleza me perdió y por su parte no sé qué fue lo que reparó en mí, pues yo no tenía ni siquiera dónde caerme muerto; supongo que la atrajo mi tez morena, mi alta estatura, el don de gentes que muchos me admiraban y esa libertad de amar que caprichosamente puede antojársele al corazón de una dama constreñida por un deber impuesto, porque haciendo honor a la verdad, poder y billete era lo que tenìa su marido.
El fatal desenlace no se dejó esperar y concluyó más rápido de lo que un vivo como entonces yo se lo esperaba. Había llegado a mi casa más cansado que arrepentido y aún resacado por los inevitables tragos que siempre me tomaba previos a los encuentros pasionarios, con el fin de matar los nervios por una probable eyaculación precoz y los visos de impotencia que por entonces se me ocurría que eran consecuencia de una vida sexual desde temprano desmedida. Ese estado de ansiedad previo al acto nunca lo había podido superar sin tragos.
Mientras abrazaba a mi mujer y le preguntaba por comida, ella me retuvo por un instante entre sus brazos oliéndome en el cuello y de pronto explotó en cólera. "Estabas con una zorra como siempre, esos son tus famosos negocios, no ves que siempre te delata ese olor de jabón chiquito que te dan allí para que laves tu inmundicia . Tú crees que no lo reconozco pero veo que siempre llegas con el pelo mojado y oliendo a jabón barato. ¡Cachón! ¿y ahora qué me dices?".
Displicente inicié el viejo truco. "Dime tú, mujer sabihonda, ¿por qué conoces el olor? ¿Será que has estado con algún macho en una residencia? Yo no sé nada de jabón chiquito ni de jabones grandes; déjame dormir. No me jodas más". Creí haberla calmado pero automáticamente pareció acordarse de algo. Se me volvió a acercar; metió sus manos en mi bolsillo y sacó la barrita que lamentablemente me había sobrado, aún en su empaque original, donde decía "SUAVE, el más fino jabón de tocador".
Pero no fue tan suave lo que me hizo ella. Ahora muerto ya, aún siento escalosfríos con sólo recordarlo. Pareció calmarse y yo ufano y más tranquilo, busqué la cama. Esperó a que yo roncara profundamente, con la inocencia del que se siente seguro con la mujer que lo ama, para propinarme 49 puñaladas con el cuchillo cacha negra de pelar las papas; luego me degolló inmisericorde y más tarde de remate me castró, mientras los niños se encontraban en la escuela.
A las autoridades les dijo que me había matado por amor. Y le asistía toda la razón: el amor la había obligado a hacerlo; pero no el amor por mí. Si no por otro que mantenía en secreto y que había conseguido inicialmente harta de que yo a toda hora le adornara la frente. Incluso, ya sabía de lo mío con la "Santa" pero nunca me lo demostró. Pero finalmente había cobrado su venganza.
Creo, mis camaradas de cementerio, que mi muerte no me duele tanto como sus frías palabras. A los vivos casados que me están leyendo, les aconsejo que no repitan este plan traidor por ninguna circunstancia, así sea por la mujer más bonita del planeta. Estar muerto, en realidad no paga, no es tan cómodo y dicen por ahí que dura mucho. Bueno, ahora, mis colegas y compañeros de desgracia, vamos todos a dormir que mañana es otro día.
EDUARDO SANTAMARÍA
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Serranía de Ayapel, octubre 24 de 2015.
Editorial Nechí Verdad, sin Límites / Periodismo independiente y objetivo que inculca valores y principios a la ciudadanía.
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